El libro negro by Dross

El libro negro by Dross

autor:Dross [Dross]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: S2
editor: Martínez Roca
publicado: 2019-07-26T05:00:00+00:00


5

Por todo el tiempo que lo conocía, la Gorda sabía que, si había algo que Edgar detestaba, eran las reuniones. Para variar, aquel viejo era un convencido de la tecnología. Ir a «tomar un café» le parecía no solo innecesario, sino asqueroso.

Desde hacía muchos años que se las tenía que aguantar. Pero con el paso del tiempo se había ganado el derecho de arreglar todo tipo de cosas a través de comunicaciones por chats.onion creados en la Deep Web y dados de baja ese mismo día. Un chat, una conversación. Los links eran colocados por Edgar de manera oculta, en sitios web sobre los que tenía total dominio y borrados poco después. Además, había desarrollado su propio código secreto.

A pesar de todo, en el fondo, adoraba la paranoia del viejo. Y no era la única. Les hacía sentir algo que no tiene precio: seguridad.

Pero la Gorda no pudo evitar sentir satisfacción cuando esta vez fue Edgar quien pidió la reunión. Y porque la pidió él, lo pudo citar donde ella quería. No fue mala: eligió un lugar a unas veinte cuadras de su torre.

Un edificio viejo, pero bastante alto y bonito. La Gorda tenía el último piso y la azotea era suya. Lo había acondicionado para convertirlo en un vivero con techo de cristal. Si podías hacer caso omiso al ruido de la ciudad y separarlo por completo de tus pensamientos, cosa que cada persona que vive en una urbe es capaz de hacer, aquel era un pedacito del campo en la azotea.

—Me gusta venir de noche ¿sabes? —comentó ella antes de dar un sorbo a su limonada.

Llevaba una camisa verde, arremangada y abotonada hasta el penúltimo ojal. Se le veía una curva de tierra en las uñas, indicio de que había estado trabajando con las plantas. Sus dos celulares estaban sobre la mesa junto al llavero de bola 8 que reunía un manojo infinito de llaves. Reposaba sus botas sobre un banquito. Si no tenía apariencia de marimacha, no era la Gorda.

Como el sol le pegaba en la cara, tenía un ojo cerrado. Giró la cabeza para echar un vistazo a Edgar, que estaba sentado justo debajo de la sombrilla, con las manos cerradas sobre las piernas. Parecía incómodo. Pero eso era normal: fuera de su aire, Edgar siempre estaba incómodo. Ella sonrió.

—¿De qué quieres hablar? Dale, dime.

Edgar bajó un poco la cabeza y la miró prolongadamente por encima de sus anteojos. Ella le devolvió la mirada, no menos inquisitiva.

Entonces ella dijo, con aplomo:

—Una cantidad de plata importante. Pero eso no cambia nada. Tú lo sabes, ¿no?

—Sí.

—Entonces, a pesar de que nunca nos hemos ido de joda juntos tú y yo, me alegra conocerte lo suficiente para decirte, en confianza y de manera cariñosa, que no la cagues haciendo preguntas. Sabes cómo es. —Lo volvió a mirar fijamente, con el ceño fruncido. Tenía la frente mojada de sudor—. Y lo sabes mejor que yo, viejo.

Dio un sorbo más y culminó:

—Tú me lo enseñaste.

—Pero nunca había pasado algo así. Es mucho dinero.



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